miércoles, 22 de septiembre de 2010

El hambre no va con ellos

El Manual del Demagogo, libro de cabecera de José Rodríguez desde la noche de los tiempos, postula como piedra angular echar la culpa a otros de los males propios, ya sean reales o ficticios. No es ningún secreto que la situación económica es mala. En Canarias y en el mundo. Es una cruda realidad que afecta a muchísimas personas, algunas de las cuales se encuentran en condiciones económicas apuradas o muy apuradas por la falta de empleo, mientras que otras viven con el susto en el cuerpo un día sí y otro también, temiendo la posibilidad de que, al llegar de vuelta a su casa, se vean obligados a decirles a sus familias que se encuentran sin trabajo. Hasta aquí lo que todo el mundo sabe o debería saber.

¿Quién tiene la culpa? ¡Ah, con la iglesia hemos topado! Para algunos la crisis económica general tiene su razón de ser en la inversión desmedida en activos financieros cuya base real estaba hecha, literalmente, de humo: las famosas hipotecas basura de Estados Unidos, por ejemplo. Cuando el asunto terminó por estallar, tuvo un efecto dominó que obligó a muchos gobiernos, entre ellos el español, a invertir una pasta gansa en el rescate de sus respectivos sectores bancarios, so pena de éstos quebrasen al estilo de los tristemente célebres corralitos argentinos. Sólo unas pocas entidades pudieron permitirse el lujo de decir no, gracias. A esto, y en el caso particular de España, hay que sumar varios factores de índole local. Uno de ellos es el modelo de desarrollo económico, sustentado (nunca mejor dicho) en la construcción, auténtica máquina de hacer dinero. Esa misma construcción desmedida que ha convertido al levante peninsular (y también el insular) en un desierto de asfalto y cemento, ha estimulado al resto: mobiliario, bienes de equipo y materiales, suministros de energía, agua y telecomunicaciones, industria alimentaria, etcétera. En un clima tan favorable, la banca (esta vez toda ella) y las entidades de crédito se aplicaron a la tarea del dinero fácil. Si uno quería dinero, no tenía más que pedirlo. Y ancha era Castilla, o la Vega lagunera. Que si un coche nuevo (y no uno cualquiera), que si una tele de plasma, que si un viaje o un crucero a todo trapo... Todos contentos: el dinero se mueve, la economía crece y nuestro ínclito presidente de gobierno (nacional) afirma que la economía española es de Champions League. Y el Tete sube a primera. ¡Bieeeeen!

Se creó así un peligroso binomio: trabajo(fácil) + dinero(fácil). Para buena parte de la juventud, tanto canaria como española en general, esta combinación tuvo el mismo e irresistible atractivo que el actor, el DJ, o el rapero más fashion del momento. ¿Para qué romperse la sesera estudiando una carrera universitaria o un ciclo de formación profesional cuando bastaba con dedicarse a cargar ladrillos para cobrar un buen dinerito y poder conseguir más por la vía del préstamo? Esos jóvenes, mal criados como pocos y que de niños conocieron al dedillo los centros comerciales junto a sus atolondrados padres, se echaron al agua, en brazos de las sirenas de hermosa apariencia y dulce cántico, sin haber taponado antes sus oídos, seguros del placer y del disfrute. En una palabra: de la felicidad.

Y por último, la situación en los países aparentemente más prósperos sirvió de estímulo a los flujos migratorios, legales o no. Pronto pudimos ver en nuestras calles a hombres y mujeres venidos de allende los mares, trabajando muchas veces en tareas de las que los aburguesados paisanos ya no querían ocuparse.

El chiringuito terminó por explotar, como ya dije antes. Pocos lo vieron con anticipación, cierto. Pero explotó. A la luz de lo expuesto, es fácil comprender por qué muchos inmigrantes han regresado a sus países de origen y muchos jóvenes han vuelto como hijos pródigos a las aulas. Pero también por qué muchas personas viven ahogadas por las sirenas que, en forma de deudas, les han encadenado por el cuello al fondo del océano, como también por qué se han engrosado las listas del paro, han cerrado empresas por un tubo y han quedado centenares de viviendas sin vender. Y también por qué las entidades financieras que antes te aflojaban guita por la cara ahora te niegan el agua, el pan y la sal. Canarias, desde luego, no es una excepción.

Para otros, y por lo que a las islas se refiere, la culpa no está aquí. No tiene nada que ver con el modelo de desarrollo que ha hecho de las islas otro paraíso para el pico y la pala, ni con la clase política que se ha frotado las manos pensando en la satisfacción de sus garantes económicos, esa clase empresarial en cuyas pupilas se dibuja siempre el signo del euro. Nada que ver con la irresponsabilidad de los consumidores, ciudadanos de a pie, que han vivido muy por encima de sus posibilidades reales, en una loca huida hacia adelante. Nada que ver con los imberbes que han abandonado sus estudios en pos de la moto, el ordenador, la hipoteca, la piba e incluso los hijos. La culpa es de la situación colonial que sufrimos. ¡No te jode!

El delirio de El Día empieza y concluye hoy de forma tan estrambótica como miserable:

Son ellos (los españoles) quienes viven de nosotros y no nosotros quienes viven de ellos, porque por culpa de los peninsulares los canarios estamos pasando el hambre que deberían pasar ellos.

Es decir, que en la España peninsular y en Baleares no pasan hambre, sino que viven felices a costa nuestra. La crisis no va con ellos, ni el desempleo, la miseria o el hambre. Y por eso mismo, por vivir a costa nuestra y habernos hecho pobres e infelices, son ellos quienes deberían pasar la necesidad que a nosotros tanto nos acucia y de la que no somos en absoluto responsables.

Para sostener algo semejante sólo hay que ser un mal nacido. Ni más ni menos.

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