Una de las mentiras más frecuentes en las homilías de nuestro gran apóstol, fruto de la instintiva pasión de los nacionalistas de todo pelaje (neoconversos incluidos) en tratar cual meretriz a la Historia, es que los aborígenes canarios resistieron heroicamente a los invasores castellanos durante un siglo, poco más o menos. Esta necesidad de convertir a las gentes de entonces en duros y enconados luchadores sirve para establecer una división ellos-nosotros, necesaria para justificar afanes independentistas.
Hoy mismo vuelve don erre-que-erre con esta matraquilla:
También los guanches vivían en libertad. Eran un pueblo primitivo
pero a la vez organizado -poseían unas muy definidas estructuras
sociales y familiares- y pacífico. Un pueblo que no necesitaba construir
armas sofisticadas porque tampoco le urgía utilizarlas contra algún
enemigo. Hasta que llegaron unos viles invasores de allende los mares.
Hombres sin piedad que no dudaron en enfrentarse a unos indefensos
pastores con lo mejor de la tecnología militar de la época.
El valor con el que los guanches
se enfrentaron a aquellos forajidos queda patente en los casi cien años
que duró la conquista. Ni siquiera la pólvora, los caballos, las
espadas, las corazas y hasta los perros de presa lograron someter al
pueblo canario en poco tiempo. Casi un siglo, lo repetimos, antes de que
cayera el último bastión aborigen. Estamos obligados a honrar ese
sacrificio, y no hay mejor forma de hacerlo que obligando a los
españoles a marcharse por donde vinieron.
Estaría bien la historieta, insisto, si no fuera porque es un cuento de hadas. Dejando a un lado que los aborígenes respondían a distintos nombres (mahos, bimbaches, guanches, benahoritas, gomeros y guanartemes), y que si no tenían armas sofisticadas era porque no tenian con qué hacerlas ni sabían cómo, las islas fueron conquistadas en un lapso de tiempo real mucho más breve que ese pretendido siglo. Repasemos lo que nos dice la Historia, la de verdad.
El Hierro, la Gomera y Lanzarote fueron ocupadas rápidamente y sin lucha. Los gomeros aceptaron inicialmente a los recién llegados, contra los que luego se rebelarían, mientras que bimbaches y majos estaban tan mermados por las incursiones de los traficantes de esclavos (apenas quedaba medio millar de personas entre las dos islas) que eran incapaces de oponer resistencia organizada. Otro tanto sucedió en Fuerteventura, donde la conquista demoró tres años por los rifirrafes entre Jean de Bethencourt y Gadifer de La Salle. Así transcurrieron varias décadas en las que las islas mayores quedaron a salvo de los recién llegados, salvo algún intento de asalto, repelido por los isleños.
Cuando la corona castellana se tomó en serio la conquista de las tres islas restantes, ésta tuvo lugar en pocos años. Cinco en el caso de Gran Canaria, complicada por los dimes y diretes entre Juan Rejón y Pedro de Vera. Hubo, por cierto, fuerte oposición de los guanartemes hacia los invasores (entre los que había un fuerte contingente de gomeros, ojo), pero ya fuese por las armas o por negociación, la isla quedó finalmente sometida. La Palma fue conquistada en un año, sin apenas lucha, excepción hecha de la resistencia de Tanausú en su fortín, quien sería vilmente traicionado por el Adelantado Alonso Fernández de Lugo, quien se aplicó luego a la tarea de someter Tenerife. Y sólo dos años le llevó la cosa, pese a la aplastante derrota sufrida en la Matanza de Acentejo, única victoria militar de los aborígenes frente a los invasores en batalla. En la empresa de conquistar Tenerife, los castellanos contaron con la inestimable colaboración de fuerzas de aborígenes gomeros y guanartemes.
Es decir, que la romántica idea de la brava y enconada resistencia de los lugareños ante el enemigo se disuelve como un azucarillo -uno más-, una bola más que añadir a las falsedades que día sí día también, publica Gary Baldi en su periódico. Si sumamos los años empeñados en la conquista, ésta tuvo lugar en apenas una década, y la tardanza tuvo más que ver con la logística, la financiación y las desavenencias entre caudillos franceses o castellanos que con la resistencia local que, a pesar del valor de algunos jefes locales y su fiera determinación, de poco sirvió para oponerse a un enemigo mucho mejor armado. En eso al menos sí que hay un asomo de verdad.
Así que venga, Pepito: castigado otra vez a la pared. Sí, sí, con las orejas puestas. ¡Y no te las quites hasta que suene el timbre del recreo!