Ayer volvía a quejarse Gary Baldi de las adversidades judiciales que ha venido padeciendo recientemente y que han sido objeto de comentario en esta modesta bitácora. Supongo que no se trata sólo de la más reciente, en la que la jueza Gabriela Reverón enmarcaba las descalificaciones proferidas en su día por Francisco Pomares dentro de la libertad de expresión, no obstante admitir que se trata de expresiones molestas y desgradables, sino también al ataque abierto que en su día dirigió Domingo Garí (profesor de esa oscura organización antitinerfeña llamada ULL) en términos comparables a los empleados por el periodista de La Opinión de Tenerife y La Provincia. Puesto que el jefazo del observador popular lo tiene verdaderamente difícil para ver la realidad más allá de los muros de su chicharrero búnker, recurría en su comentario de ayer a lo que podríamos llamar endogamia editorial, al sustentar sus puntos de vista sobre una columna escrita el domingo pasado por su fiel escudero Ricardo Peytaví, en la que éste se preguntaba por qué él y su patrón han sido condenados (aun cuando la condena esté recurrida) por insultar a Leopoldo Fernández Cabeza de Vaca y Pomares no lo ha sido por hacer lo propio con José Rodríguez.
En una cosa sí que coincido con el fiel amanuense del diario azul: sé tanto de leyes y de Derecho como él. Osea: nada. Pero sobre el particular, y después de leer algunos documentos (atención: de El Día y de fuera de él) fácilmente accesibles en la red, me dispongo a dar mi opinión al respecto, sin quitar ni poner rey, que para eso están los jueces, incluso aquellos tan pérfidos de los que agriamente se lamenta el gran apóstol aborigen.
Como lo lógico es comenzar por el principio (aunque en rigor esto no es exacto, ya que no he podido encontrar el artículo que provocó las iras del gran jefazo), aquí va el comentario original de El Día en el que, según Pomares, se agredía verbalmente a Leopoldo Fernández, antaño director del Diario de Avisos. Puedo entender que alguien tan sumamente provinciano como Gary Baldi califique de godo (con toda suerte de aderezos) a alguien que, según él, mantiene una actitud prepotente (si bien desconozco sus razones concretas, como ya digo). Pero no me cabe en la cabeza la famosa frase Este godo es un ejemplo de lo que decimos de ellos: una verdadera caca como esas de las que huir en las aceras, precedido de un no menos lisonjero calificativo de Es un verdadero profesional de la estupidez. Nos recuerda Peytaví que ni él ni su jefe se refirieron jamás a Fernández por su nombre. Y es cierto, pero como es habitual, Gary Baldi, entre lindez y lindeza, proporciona detalles lo suficientemente explícitos como para saber sin ambages de quién se trata. Algo que le distingue, por cierto, ya que casi siempre amenaza con dar nombres, pero luego se contiene, no sea que...
Pomares, en cambio, sí entra al trapo, a pecho descubierto y sin ocultar nada, llamando a cada cual por su nombre. El lector dispone de los enlaces adecuados si desea releer su artículo, escrito dos días después de la erupción garybaldiana, allá por el 20 de marzo de 2008. Dos días más tarde fue Peytaví quien se sumó al puchero, atizando por igual a Leopoldo Fernández y al propio Pomares. El título de la columna lo declaraba todo, y fiel a la consigna de su jefazo, omitió dar nombres, pero no se cortó un pelo a la hora de los calificativos, empezando por el propio título (Godo y mentiroso), y siguiendo con cucarachas, insectos, godo hediondo, y más que no reproduzco, salvo uno que me llamó mucho la atención: perfectos cobardes.
La cosa no tendría trascendencia de no ser porque, cuando hubo que hacer frente a la justicia, tanto José Rodríguez como Peytaví alegaron en su defensa que ellos no habían citado a Leopoldo Fernández y que en cambio era éste quien, al querellarse contra ellos, se identificaba a sí mismo como destinatario de los amables epítetos.
Y aquí es donde, en mi opinión, ambos (Gary Baldi y su subalterno) se retratan. Ignoro las razones que les movieron a adoptar esa línea de defensa jurídica (no hemos nombrado a nadie), pero lo que no me cuadra en absoluto es que Peytaví afirme que tanto Pomares como Leopoldo Fernández sean unos perfectos cobardes (por mucho que no les mente), y luego, en el momento de la verdad, se esconda detrás del yo no he sido. ¿Quién es de veras el cobarde? Me pregunto.
Repito: no tengo ni metro ni balanza para juzgar cuál de las dos partes ha sido más virulenta en sus descalificaciones. Y eso, en definitiva, lo determinan los jueces que para eso están. Eso sí, los hombres de la avenida de Buenos Aires no podrán sacar pecho y presumir de redaños. Otros sí pueden (o podrían) hacerlo. Y eso sí que es una diferencia.
En una cosa sí que coincido con el fiel amanuense del diario azul: sé tanto de leyes y de Derecho como él. Osea: nada. Pero sobre el particular, y después de leer algunos documentos (atención: de El Día y de fuera de él) fácilmente accesibles en la red, me dispongo a dar mi opinión al respecto, sin quitar ni poner rey, que para eso están los jueces, incluso aquellos tan pérfidos de los que agriamente se lamenta el gran apóstol aborigen.
Como lo lógico es comenzar por el principio (aunque en rigor esto no es exacto, ya que no he podido encontrar el artículo que provocó las iras del gran jefazo), aquí va el comentario original de El Día en el que, según Pomares, se agredía verbalmente a Leopoldo Fernández, antaño director del Diario de Avisos. Puedo entender que alguien tan sumamente provinciano como Gary Baldi califique de godo (con toda suerte de aderezos) a alguien que, según él, mantiene una actitud prepotente (si bien desconozco sus razones concretas, como ya digo). Pero no me cabe en la cabeza la famosa frase Este godo es un ejemplo de lo que decimos de ellos: una verdadera caca como esas de las que huir en las aceras, precedido de un no menos lisonjero calificativo de Es un verdadero profesional de la estupidez. Nos recuerda Peytaví que ni él ni su jefe se refirieron jamás a Fernández por su nombre. Y es cierto, pero como es habitual, Gary Baldi, entre lindez y lindeza, proporciona detalles lo suficientemente explícitos como para saber sin ambages de quién se trata. Algo que le distingue, por cierto, ya que casi siempre amenaza con dar nombres, pero luego se contiene, no sea que...
Pomares, en cambio, sí entra al trapo, a pecho descubierto y sin ocultar nada, llamando a cada cual por su nombre. El lector dispone de los enlaces adecuados si desea releer su artículo, escrito dos días después de la erupción garybaldiana, allá por el 20 de marzo de 2008. Dos días más tarde fue Peytaví quien se sumó al puchero, atizando por igual a Leopoldo Fernández y al propio Pomares. El título de la columna lo declaraba todo, y fiel a la consigna de su jefazo, omitió dar nombres, pero no se cortó un pelo a la hora de los calificativos, empezando por el propio título (Godo y mentiroso), y siguiendo con cucarachas, insectos, godo hediondo, y más que no reproduzco, salvo uno que me llamó mucho la atención: perfectos cobardes.
La cosa no tendría trascendencia de no ser porque, cuando hubo que hacer frente a la justicia, tanto José Rodríguez como Peytaví alegaron en su defensa que ellos no habían citado a Leopoldo Fernández y que en cambio era éste quien, al querellarse contra ellos, se identificaba a sí mismo como destinatario de los amables epítetos.
Y aquí es donde, en mi opinión, ambos (Gary Baldi y su subalterno) se retratan. Ignoro las razones que les movieron a adoptar esa línea de defensa jurídica (no hemos nombrado a nadie), pero lo que no me cuadra en absoluto es que Peytaví afirme que tanto Pomares como Leopoldo Fernández sean unos perfectos cobardes (por mucho que no les mente), y luego, en el momento de la verdad, se esconda detrás del yo no he sido. ¿Quién es de veras el cobarde? Me pregunto.
Repito: no tengo ni metro ni balanza para juzgar cuál de las dos partes ha sido más virulenta en sus descalificaciones. Y eso, en definitiva, lo determinan los jueces que para eso están. Eso sí, los hombres de la avenida de Buenos Aires no podrán sacar pecho y presumir de redaños. Otros sí pueden (o podrían) hacerlo. Y eso sí que es una diferencia.
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